Cúpulas grandiosas, edificios ignífugos, amores secretos y pasiones hedonistas jalonaron a finales del siglo XIX y principios del XX la vida de este personaje sin par.
¿Quién era Rafael Guastavino? Se ha hablado tanto de lo que ha conseguido, de cómo dejó su impronta en la ciudad de Nueva York y en la arquitectura estadounidense, de su genio como emprendedor y su talento como artista, que no se ha dicho nada de su vida personal. O muy poco. Su obra, que fue inmensa, ha eclipsado a su persona.
Dejó más de 1.000 construcciones en Estados Unidos, México y hasta en la India. En su necrológica, The New York Times le llamó “el arquitecto de Nueva York”. Curiosa descripción para alguien que no era de Nueva York, sino de Valencia. Llegó a Norteamérica en 1881, a los 39 años, con una vida exitosa a sus espaldas, pero arruinado, sin hablar el idioma y con una familia que pronto lo abandonó. Supo reinventarse y dejó su huella en el puente de Queensboro, en la estación de metro de City Hall, en la Grand Central Station, en la antigua Penn Station, en la biblioteca de Boston, en el Capitolio de Nebraska, en la catedral de San Juan el Divino, la mayor del mundo…, hasta en el zoo del Bronx. Su estilo, mezcla de innovación y arte, de imaginación e ingeniería, marcó la época convulsa que vio nacer el mundo moderno.
En 2016 fui en busca de su historia personal, y empecé por el lugar donde reposan sus restos, una cripta en la basílica de Asheville, en Carolina del Norte. Los lugareños la llaman La Catedral, y fue un regalo de Guastavino a la comunidad donde se sintió tan feliz en sus últimos años. Enamorado del paisaje que le recordaba a las estribaciones de los Pirineos, se había comprado una finca en los alrededores para vivir con su esposa mexicana, Francisca, una mujer de fuerte personalidad que le quiso hasta la locura. En su mansión, conocida como The Spanish Castle, hacía sidra y vino, y los domingos invitaba al cura, al médico y al sheriff a un arroz con carne y verduras del huerto que él mismo cocinaba en el jardín. Los invitados volvían a sus casas tambaleándose porque cataban el vino de su bodega, que era su orgullo. Tan famosas llegaron a ser sus comidas que una vecina escribió estos versos: “Los poetas cantan las orgías de Lúculo, / pero dame un plato de la paella de Guastavino / y una o dos botellas de su propio y rico vino”.
Murió añorando todo lo español, sin volver a ver a los tres hijos de su primer matrimonio. ¿Por qué abandonó Barcelona tan súbitamente? ¿Por qué nunca regresó a España? Lo elucidé cuando descubrí unas cartas inéditas de la familia que desvelan los secretos inconfesables de una vida amorosa que la ficción más descabellada no hubiera podido inventar. Su trayectoria oscila entre la pulsión creativa y la necesidad de supervivencia, entre la lealtad y la infidelidad, entre la ambición y la pasión por la tierra que le vio nacer.
Esas cartas son la base del libro que he escrito, y cuyo título, A prueba de fuego, evoca el argumento principal que utilizó al llegar a Nueva York. Había patentado un sistema de construcción ignífugo inspirado en la bóveda tabicada mediterránea. En una época en la que los incendios asolaban ciudades enteras (Chicago y Boston fueron arrasadas por las llamas), pensó que aquel reclamo le abriría las puertas del negocio de la construcción. No le fue fácil. Los grandes arquitectos estadounidenses no se creían las virtudes de esas cúpulas finísimas que parecían sostenerse solas, ni que resistirían la prueba del fuego. Él les mostraba imágenes de la fábrica Batlló de Barcelona, que había diseñado y construido con apenas 24 años, y de muchos otros edificios. Al final, los reunió un día en un descampado donde construyó una bóveda con un peso añadido de 200 kilos por pie cuadrado (0,0929 metros cuadrados).
“Mira”, le dijo a su hijo, “vas a ver algo parecido al día de la cremá”.
Le contó cómo los carpinteros de Valencia, como su propio padre, hacían limpieza de los talleres en víspera de San José quemando en una hoguera las virutas y los trastos viejos, y que así fue como empezaron las Fallas. Lo contaba con una antorcha en la mano, ante una multitud de curiosos, funcionarios del Ayuntamiento, arquitectos, constructores y periodistas. Luego prendió fuego a la leña bajo la cúpula. “Nos quedamos todos como hipnotizados ante el espectáculo de las llamas”, contaría su hijo, “temerosos de que la cúpula colapsase, excepto mi padre, que parecía un niño de lo excitado que estaba. Eran sus fallas”. Cuando las llamaradas fueron disminuyendo, surgió de entre el humo la estructura de la bóveda, incólume. “Aquello nos dio mucha publicidad”, escribiría su hijo, “y nos trajo más encargos. Pronto abarcamos clubes sociales y auditorios, más edificios de apartamentos y de oficinas, más fábricas, más colegios y bibliotecas, más iglesias y bancos, más edificios públicos y residencias privadas. Habíamos desarrollado tanto el sistema de la bóveda tabicada que ya no se conocía por ese nombre, sino simplemente por el sistema Guastavino. Habíamos creado marca”.
No se puede entender lo que significó la Guastavino Company, que existió durante 60 años, sin conocer la relación entre padre e hijo. El temperamento creativo del padre, que moldeaba el espacio y a las personas a su guisa, hizo de su hijo una obra más, una obra de carne y hueso gracias a la cual pudo luego acometer muchas otras que aspiran a la inmortalidad. Que se llamasen igual —Rafael— no hizo más que reforzar su fama y su marca, pero también confundirlos: ¿dónde acababa uno y dónde empezaba el otro?
Fueron inseparables compañeros, y también rivales. Rafael padre le formó como su aprendiz. El niño era su báculo, su lazarillo, su voz. Lo llevaba a todas partes, a los bancos, al Ayuntamiento, a la obra, a las reuniones con los grandes arquitectos de la época, para que hiciese de intérprete. El chico se hizo mejor que el padre. A los 20 años ya se encargaba de la construcción de una réplica de la Lonja de Valencia para la Exposición Universal de Chicago de 1893. Su jefe de obras era un irlandés llamado Elias Disney, el padre de Walt. Luego el joven pasó a diseñar cúpulas para iglesias y capitolios, tan finas que desafiaban la imaginación, como una de 22 metros de diámetro en una iglesia de Massachusetts, cuyo índice de espesor era de doscientos a uno, es decir, dos veces más fina que la de la cáscara de un huevo (a una escala mayor, se entiende). “No estaba seguro de cuál iba a ser la reacción de mi padre, porque era un diseño innovador. Pero reaccionó como en el fondo lo esperaba: ‘Eres un valiente’, me dijo”.
A los Guastavino los animaba una fe inquebrantable en su propia visión de la arquitectura, así como sólidos conocimientos en ingeniería. Sus vidas personales, inestables y turbulentas, hizo que se refugiasen en el trabajo. El resultado todavía deslumbra, y se puede visitar. La municipalidad de Nueva York edita un fascículo, New York’s Guastavino, que indica un recorrido para ver lo que permanece de un estilo y unas obras que aportaron armonía y belleza a un mundo nuevo.
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