17 Nov Premio Cervantes a la sensualidad y el gozo poético de Francisco Brines
El poeta valenciano, uno de los últimos testigos de la Generación del 50, recibe el máximo galardón de las letras en español por su escritura sensual y metafísica y sigue en el palmarés del premio a otros dos poetas, el catalán Joan Margarit y a la uruguaya Ida Vitale.
Francisco Brines (Oliva, 1932) recibe la noticia de la concesión del Premio Cervantes en su casa de Partida de Elca, en lo alto del monte, con un frente de naranjos y un fondo de mar Mediterráneo. Se mueve en silla de ruedas después de dos infartos y algún otro accidente cerebrovascular, habla poco, pero mantiene la mirada sagaz del hombre con gafas de aumento que ha demostrado a lo ancho de su existencia no sólo ser un gran poeta, sino saber pensar con inteligencia en la poesía.
El galardón, convocado por el Ministerio de Cultura y dotado con 125.000 euros, reconoce una trayectoria. La de Brines es una de las más sólidas de entre los supervivientes de la Generación del 50, de la que también es parte esencial José Manuel Caballero Bonald (94 años); ajenos al grupo pero coetáneos siguen en marcha, además, Julia Uceda y Antonio Gamoneda.
Por momentos, puede parecer que Francisco Brines se ha ceñido a un cierto desencanto. Pero es un espejismo que pronto queda reducido a una ceniza de agua falsa. Cuando irrumpen en la conversación las reflexiones sobre poesía (la propia y la ajena), Brines se alza en vuelo, sube la temperatura a su palabra y comienza a hilar intuiciones y sabidurías (de las muchas que acumula) con un entusiasmo estimulante. Ahora pasa el tiempo en silencio, pero cuando aún podía mantener las largas conversaciones que le gustaban era sencillo reconocer en él la pura pasión por la literatura.
Desde 1995, año en que publicó La última costa, Francisco Brines ha escrito tan sólo un puñado de poemas. La poesía, poco a poco, dejó de pedirle paso.”En estos momentos, es ella la que no quiere”, decía hace unos años. “Nunca he forzado la escritura. No escribo con voluntariedad, sino sólo cuando hacerlo se convierte en algo necesario. Digamos que paso por momentos de barbecho”.
Autor de algunos libros esenciales del último medio siglo de poesía española, para el autor de El otoño de las rosas, estos silencios no suponen una fatalidad, sino ciclos que llegan porque sí, sin más alarma en el naufragio. Sus obsesiones son, de algún modo, esas mismas que ya venían pespunteando su primer libro, Las brasas (1960); y la sensorialidad y el pensamiento están ahí como ejes de su obra, que ya es una de las cumbres de la poesía española contemporánea.
El jurado del premio destaca a Brines como “maestro de la poesía española actual, reconocido por todas generaciones que le suceden”, al tiempo que señala el singular camino de su obra, que “va de lo carnal a lo metafísico y espiritual“, subrayando su “aspiración de belleza e inmortalidad”.
Hace tiempo, antes de verse impedido, el valenciano reunió casi una veintena de poemas. Es uno de los conjuntos más esperados por los lectores de poesía. Pero no se ha decidido a publicar los poemas inéditos. Adelantó algunos en distintas publicaciones, como en dos antologías de su obra: Para quemar la noche, editada por la Universidad de Salamanca y Patrimonio Nacional; y Yo descanso en la luz, publicada por Visor, a la que permanece un estremecedor poema titulado: Donde muere la muerte, que ha convertido en título del conjunto. “Donde muere la muerte,/ porque en la vida tiene tan sólo su existencia./ En ese punto oscuro de la nada/ que nace en el cerebro,/ cuando se acaba el aire que acariciaba el labio,/ ahora que la ceniza, como un cielo llagado,/ penetra en las costillas con silencio y dolor,/ y un pañuelo mojado por las lágrimas se agita/ hacia lo negro./ Beso tu carne aún tibia./ Fuera del hospital, como si fuera yo, recogido/ en tus brazos,/ un niño de pañales mira caer la luz,/ sonríe, grita, y ya le hechiza el mundo/ que sabrá abandonarle./ Madre, devuélveme mi beso“.
La existencia de Brines es plena y mecida por un hedonismo de íntimas aventuras. La poesía ha sido el cristal con el que entender el mundo y explicarse dentro de él. La certeza de quien ha comprendido que escribir es también una forma de amar y de decirlo: “No tuve amor a las palabras;/ si las usé con desnudez, si sufrí en esa busca,/ fue por necesidad de no perder la vida“.
Vida y escritura se entremezclan haciendo de la poesía un espacio de celebración y de confesión. Es un poeta replegado hacia adentro, embarnecido de un suave trasluz de moscatel mediterráneo. Un devoto de la privacidad y la discreción que ha hecho de la literatura el centro de una vida de silenciosa intensidad. Durante muchos años fue ave nocturna por las rutas en penumbra de Madrid, donde ha vivido más de la mitad de su existencia. Pero fue en su pueblo valenciano donde descubrió la poesía. Bécquer, Rubén Darío, Juan Ramón Jiménez… Era un párvulo feliz y deslumbrado en una galaxia de árboles frutales donde no existía el daño.
Sin embargo, desde 1974 reúne bajo el mismo lema su poesía completa: ‘Ensayo de una despedida’. A él le gusta definirse como un verso antiguo, pero más bien debiera decir clásico. “Creo que es un poeta muy completo”, dice uno de sus amigos más cercanos, Carlos Marzal. “Su mirada se alimenta de la naturaleza, de la reflexión y del canto al placer físico, a los pequeños momentos de intensidad vital que el amor depara“.
Hay en Brines varias voces, pero se conjugan con coherencia asombrosa en la voz única que va de Palabras a la oscuridad(1966) hasta Insistencias en Luzbel (1977). Jamás ha tenido prisa. Ni para escribir, ni para publicar, ni para reclamar atención. Sólo ha querido mantener la calidad de su vida y de su obra. Lleva 25 años sin publicar el libro que tiene terminado. En 2001 fue elegido miembro de la Real Academia Española (RAE) y tardó cinco años en leer el discurso de ingreso dedicado a Luis Cernuda, otro de sus referentes vitales y literarios.
Francisco Brines sabe que la noche, que los cuerpos y las conversaciones en la intimidad son algo más que un caudal de biografía. Él ha hecho también de esas vocaciones una manera de explicarse en el mundo y hacerlo de una manera inconfundible para quienes le leen. Como Catulo, como Cavafis, ha sabido en su ancha biografía buscar entre dos oscuridades el relámpago. El destello furtivo, y elegante, y discreto. Su magia es el equilibrio entre la tradición y el humanismo clasicista. El viejo poeta celebratorio y melancólico no tendrá tampoco prisa en recoger su premio. El don de la vida le ha sido otro.
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